El sacramento de la penitencia

Cada año por Adviento y Cuaresma nos juntamos para celebrar y vivir en comunidad el PERDÓN DE DIOS.

El Dios que vino, prometido y anunciado por los profetas, significado en los patriarcas, anhelado por el pueblo de Israel, señalado de cerca por Juan el Bautista y encarnado en María la Virgen, signo luminoso del resto de Javé creyente, viene ahora a nosotros con el DON del perdón, obra de su misericordia, como claro exponente del cumplimiento de sus promesas: Dios no abandona a sus hijos, Dios nos sigue amando, quiere nuestra liberación.

Dios pudo crear el mundo de la nada con una sola palabra, pero sólo pudo superar la culpa y el sufrimiento de los hombres interviniendo personalmente, es decir: encarnándose entre nosotros y sufriendo en su propio Hijo hasta la cruz. El pecado del hombre ha merecido, dice S. Agustín, oh feliz culpa, la presencia personal del mismo Dios.

El pecado es una ofensa y toda ofensa encierra una vulneración de la verdad y del amor. La ofensa provoca represalias que acarrean una cadena de agravios que no saldan la culpa. La culpa sólo se puede saldar, no por la venganza, sino por el PERDÓN.

El perdón aparece en el sermón de la montaña, en quinto mandamiento: si cuando vas a ofrecer tu ofrenda al altar te acuerdas que... No se puede presentar ante Dios quien no se ha reconciliado con su hermano. El mismo Jesús antes de la Eucaristía se arrodilla ante los discípulos para purificarlos de sus pecados. En la parábola del siervo despiadado nos invita el Señor al perdón de las ofensas a los hermanos, si queremos que Dios nos perdone. El mismo se ha implicado en ello haciéndose pecado, hombre para nuestra redención.

Pero ¿qué es el perdón? La ofensa es una realidad destructora. Pero el perdón de la misma no es sólo ignorar, olvidar, sino algo que hay que subsanar, reparar. El que perdona debe superar en su interior el daño recibido, renovarse por dentro y así renovar al culpable. Esto es lo que hace Dios en su Hijo: el misterio de la cruz de Cristo nos introduce en esta dinámica del perdón. Cargó con nuestros dolores, soportó nuestros sufrimientos, traspasado por nuestros crímenes, sus cicatrices nos curaron.

El mal no se debe banalizar como hace la sociedad moderna que por otra parte carga de la culpa del mal al mismo Dios para negar su existencia a la vez que autoexculparse del mismo, desde un individualismo criminal y egoísta.

Miremos hoy la importancia terrible del pecado y del mal, el amor de Dios que se implica en las capas más oscuras del hombre hasta dar la vida por él, la necesidad de perdonar y ser perdonados. De ahí que confesarse no es sólo liberarse de unas culpas mas o menos importantes, sino entrar en el misterio del amor de Dios y del amor al hombre para construir una sociedad en la que no domine la venganza, la mentira, la muerte, sino el amor, la verdad y la vida. Reconocer nuestros pecados y confesarlos humildemente es colaborar con Dios en la obra de la recreación del mundo, de su redención y salvación.

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Conviértete al Señor y tu carne será limpia como la de un niño, el Señor te amará, será rocío para ti, florecerás como azucena, vendrá de nuevo la bendición del trigo, la viña florecida. el vino del Líbano.

Conviértete al Señor tu Dios, El es el único Señor y Dios, no hay otro. Las obras de nuestras manos son ídolos que tienen ojos y no ven, orejas y no oyen, boca y no hablan, corazón y no aman, pies y no andan. Sólo Dios es Dios que crea, salva y da la vida.

Nuestros pecados oscurecen la obra de Dios, nos llevan a la destrucción, son nocivos para la persona y la comunidad de los hermanos, para la creación toda.

Ahí la soberbia del corazón que endurece al hombre y le hace esclavizar a los hermanos; la codicia de los ojos que desvarían la mente y crean falsos ídolos; el egoísmo nocivo, aislante de Dios y de los hermanos, el pecado, como destructor de la obra de Dios, y de nuestro propio ser.

La gracia nos devuelve a la vida y a la luz de Dios, al amor de los hermanos y a la proclamación del único Dios y Señor de todo, en el que está la verdad, la felicidad y el amor que crea vida y salvación.

El Reino de Dios está en la conversión del corazón, en el perdón de los pecados, en el amor a Dios y los hermanos.

Sigamos aguardando la Pascua del Señor, en la penitencia, conversión, oración confiada y la limosna o caridad.

Nuestra Pascua es Cristo Jesús, el Señor.